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Wednesday, February 27, 2008

DIVINUS PERFECTIONIS MAGISTER

CONSTITUCIÓN APOSTÓLICA
DIVINUS PERFECTIONIS MAGISTER
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
SOBRE LA NUEVA LEGISLACIÓN
RELATIVA A LAS CAUSAS DE LOS SANTOS

El Divino Maestro y ejemplo de perfección, Jesucristo, quien junto con el Padre y el Espíritu Santo es proclamado “un solo Santo”, amó a la Iglesia como esposa y se entregó por ella, para santificarla y para presentarla gloriosa a Sí mismo. Con el precepto dado a sus discípulos de imitar la perfección del Padre, envía a todos el Espíritu Santo, para que los mueva interiormente a amar a Dios de todo corazón y amarse mutuamente unos a otros, como Él los amó. Los discípulos de Cristo —nos dice el Concilio Vaticano II— han sido llamados no según sus obras, sino según el designio y la gracia de Él y han sido justificados en el Señor Jesús por la fe de bautismo, han sido hechos realmente hijos de Dios y partícipes de la naturaleza divina, y han sido realmente santificados (Const. Dogm. Lumen gentium, 40).

Entre ellos Dios elige siempre a algunos que, siguiendo más de cerca el ejemplo de Cristo, dan testimonio preclaro del reino de los cielos con el derramamiento de su sangre o con el ejercicio heroico de sus virtudes.

La Iglesia, que desde los primeros tiempos del cristianismo siempre creyó que los Apóstoles y los Mártires en Cristo están unidos a nosotros más estrechamente, los ha venerado particularmente junto a la bienaventurada Virgen María y a los Santos Ángeles, y ha implorado devotamente el auxilio de su intercesión. A ellos se han unidos también otros que imitaron más de cerca la virginidad y la pobreza de Cristo y además aquellos cuyo preclaro ejercicio de las virtudes cristianas y de los carismas divinos han suscitado la devoción y la imitación de los fieles.

Mientras contemplamos la vida de aquellos que han seguido fielmente a Cristo, nos sentimos incitados con mayor fuerza a buscar la ciudad futura y se nos enseña con seguridad el camino a través del cual, entre las vicisitudes del mundo, según el estado y la condición de cada uno, podemos llegar a una perfecta unión con Cristo o a la santidad. Así, teniendo tan numerosos testigos, mediante los cuales Dios se hace presente y nos habla, nos sentimos atraídos a alcanzar su reino en el cielo por el ejercicio de la virtud (cf. Const. Dogm. Lumen gentium, 50).

La Sede Apostólica, que desde tiempos inmemorables escruta los signos y la voz de su Señor con la mayor reverencia y docilidad por la importante misión de enseñar, santificar y gobernar el Pueblo de Dios que le ha sido confiado, propone hombres y mujeres que sobresalen por el fulgor de la caridad y de otras virtudes evangélicas para que sean venerados e invocados, declarándoles Santos y Santas en acto solemne de canonización, después de haber realizado las oportunas investigaciones.

La Instrucción “Causarum canonizationis”, que nuestro predecesor Sixto V dio a la Congregación de los Sagrados Ritos fundada por él (Const. Apost. Inmensa aeterni Dei, día 22 enero de 1588. Cf. Bullarium Romanum, Ed. Taurinensis, t. VIII, págs. 985-999), ha ido desarrollándose a lo largo del tiempo a través de nuevas normas, sobre todo por obra de Urbano VIII (Carta Apostólica Caelestis Hierusalem cives, día 5 julio de 1634; Urbano VIII P.O.M. Decreta servanda in canonizatione et beatificatione Sanctorum, día 12 de marzo de 1642), normas que Próspero Lambertini (posteriormente Benedicto XIV), recogiendo también las experiencias de tiempos anteriores legó a la posteridad en una obra titulada “De Servorum Dei beatificatione et de Beatorum canonizatione”; estas normas estuvieron vigentes durante casi dos siglos en la Sagrada Congregación de Ritos. Luego, pasaron sustancialmente al “Codex Iuris Canonici”, promulgado en 1917.

El progreso experimentado por las disciplinas históricas en nuestro tiempo ha hecho ver la necesidad de dotar a la Congregación competente con un instrumento más adecuado de trabajo y que responda mejor a los postulados de la crítica. Por eso nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XI, mediante la Carta Apostólica “Giá da qualche tempo”, promulgada “Motu proprio” el 6 de febrero de 1930, creó en la Sagrada Congregación de Ritos la “Sección histórica”, a la que confió el estudio de las causas “históricas” (AAS 22, 1930, págs. 87-88). El día 4 de enero de 1939 el mismo Pontífice mandó promulgar las “Normae servandae in construendis processibus ordinariis super causis historicis” (AAS 31, 1939, págs. 174-175), que hicieron superfluo en realidad el proceso “apostólico”, de manera que quedó un proceso único de autoridad ordinaria para las causas “históricas”.

Pablo VI, con la Carta Apostólica “Sanctitas clarior”, promulgada “Motu proprio” el día 19 de marzo de 1969 (AAS 61, 1969, págs. 149-153), estableció que se hiciera también en las causas recientes un único proceso de investigación (cognitionalis) o de recogida de pruebas a cargo del obispo, previo permiso de la Santa Sede (ib. nn. 3-4). El mismo Pontífice, mediante la Constitución Apostólica “Sacrae Rituum Congregatio” del 8 de mayo de 1969 (AAS 61, 1969, págs. 297-305), creó dos nuevos dicasterios en lugar de la Sagrada Congregación de Ritos: a uno le encomendó todo lo relativo al culto divino, y al otro el examen de la causa de los santos; en esta misma ocasión cambió algo el orden de proceder en dichas causas.

Después de las más recientes experiencias, nos ha parecido oportuno revisar la forma y procedimiento de instrucción de las causas y estructurar la misma Congregación para las Causas de los Santos, de tal manera que queden satisfechas las exigencias de los peritos y los deseos de nuestros hermanos en el Episcopado, quienes varias veces solicitaron la simplificación de las normas, salvaguardando naturalmente la solidez de las investigaciones en un asunto de tanta importancia. Juzgamos también, a la luz de la doctrina de la colegialidad propuesta por el Concilio Vaticano II, que es muy conveniente que los mismos obispos estén más asociados a la Sede Apostólica en el estudio de las causas de los santos.

Así, pues, para el futuro, abrogadas todas las leyes de cualquier orden que atañan a este asunto, decretamos las siguientes normas.

I. INVESTIGACIONES QUE HAN DE REALIZAR LOS OBISPOS

1)
Compete a los obispos diocesanos y de más jerarquías equiparadas en derecho, dentro de los límites de su jurisdicción, sea de oficio, sea a instancias de fieles o de grupos legítimamente constituidos o de sus procuradores, el derecho a investigar sobre la vida, virtudes o martirio y fama de santidad o martirio, milagros atribuidos, y, si se considera necesario, el antiguo culto al Siervo de Dios, cuya canonización se pide.

2)
En estas investigaciones el obispo debe proceder conforme a las normas peculiares emanadas de la Sagrada Congregación para las Causas de los Santos, según el orden siguiente:

1º El postulador de la causa, nombrado legítimamente por el actor, recogerá una detallada información sobre la vida del Siervo de Dios, y se informará al mismo tiempo sobre las razones que parecen favorecer la promoción de la causa de canonización.

2º Procure el obispo que sean examinados por censores teólogos los escritos publicados por el Siervo de Dios.

3º Si no se encontrara en dichos escritos nada contrario a la fe y a las buenas costumbres, ordene el obispo a personas idóneas para este cometido examinar los demás escritos inéditos (cartas, diarios, etc.) y todos los documentos que de alguna manera hagan referencia a la causa. Estas personas, después de haber realizado fielmente su trabajo, hagan una relación de las investigaciones llevadas a cabo.

4º Si con lo hecho según las normas anteriores, el obispo juzga prudente que se puede seguir adelante, procure que se interroguen los testigos presentados por el postulador y otros debidamente convocados por oficio.

Si urge realmente el examen de los testigos para no perder pruebas, interróguese a los mismos aunque no se haga realizado una investigación completa de los documentos.
5º Hágase por separado el examen de los milagros atribuidos y el examen de las virtudes o del martirio.

6º Una vez realizadas las investigaciones, envíese la relación de todas las actas por duplicada a la Sagrada Congregación, junto con un ejemplar de los libros del Siervo de Dios examinados por los censores teólogos, y con su juicio.

Añada además el obispo una declaración sobre la observancia de los decretos de Urbano VIII en relación al no culto.

II. LA SAGRADA CONGREGACIÓN PARA LAS CAUSAS DE LOS SANTOS

3)
Es competencia de la Sagrada Congregación para las Causas de los Santos, al frente de la cual está el cardenal Prefecto, ayudado por el secretario, tratar todo lo referente a la canonización de los Siervos de Dios, bien sea aconsejando a los obispos en la iniciación e instrucción de las causas, bien sea estudiando más profundamente dichas causas, o, finalmente, dando un juicio. **Compete a la misma Congregación discernir lo referente a la autenticidad y conservación de las reliquias.

4)
Es tarea del secretario:

1º Ocuparse de las relaciones con los demás, sobre todo con los obispos que instruyen las causas.

2º Participar en las discusiones sobre la causa, emitiendo su voto en la congregación de los padres cardenales y obispos.

3º Hacer una relación del juicio de los cardenales y obispos, para entregarla al Sumo Pontífice.

5)
El secretario, en la realización de su trabajo, es ayudado por el subsecretario, al que corresponde sobre todo ver si se han cumplido las disposiciones de la ley en la instrucción de las causas; en esta tarea será ayudado también por un adecuado número de oficiales menores.

6)
Para el estudio de las causas, hay en la Sagrada Congregación un Colegio de relatores, presidido por el relator general.

7)
Es tarea de cada uno de los relatores:

1º Estudiar juntamente con los colaboradores externos las causas a ellos encomendadas y preparar las ponencias sobre las virtudes o sobre el martirio.

2º Elaborar por escrito las interpretaciones históricas, si fueran requeridas por los consultores.

3º Asistir como expertos pero sin voto, a la reunión de teólogos.

8)
Entre los relatores habrá uno especialmente encargado de elaborar las ponencias sobre los milagros; para ello asistirá al Consejo de los médicos y al Congreso de los teólogos.

9)
El relator general, que preside el grupo de los consultores históricos, contará con la colaboración de algunos ayudantes de estudio.

10)
En la Sagrada Congregación hay un promotor de la fe o prelado teólogo, cuya tarea es:

1º Presidir el Congreso de los teólogos, en el que tiene voto.

2º Preparar una relación de dicha reunión.

3º Asistir a la Congregación de los padres cardenales y obispos como experto, pero sin voto.

En alguna causa, si fuere necesario, el cardenal Prefecto puede nombrar un promotor de la fe para el caso.

11)
Para tratar las causas de los santos habrá consultores procedentes de diversas naciones, unos expertos en historias y otros en teología, sobre todo espiritual.

12)
Para el examen de las curaciones presentadas como milagros, habrá en la Sagrada Congregación un Consejo de especialistas en medicina.

III. MODO DE PROCEDER EN LA SAGRADA CONGREGACIÓN

13)
Cuando el obispo haya enviado a Roma todas las actas y documentos referentes a la causa, la Sagrada Congregación para las Causas de los Santos procederá así:

1º El subsecretario examina ante todo si en las investigaciones realizadas por el obispo ha sido observado todo lo establecido por la ley e informa del resultado del examen en Congreso ordinario.

2º Determínese a qué relator a de ser confiada la causa, si en dicho Congreso se juzgare que dicha causa ha sido instruida conforme a las normas de la ley; el relator junto con un colaborador externo, elabore la ponencia sobre las virtudes o sobre el martirio según las reglas de la crítica que se observan en hagiografía.

3º Tanto en las causas antiguas como en las recientes, cuando el carácter especial de las mismas lo requieran a juicio del relator general, la ponencia será sometida al examen de los consultores especialmente peritos en la materia para que emitan su juicio sobre el valor científico y juzguen si resulta suficiente en orden a lo que se trata. En casos particulares la Sagrada Congregación puede confiar el examen de la ponencia a otros peritos, no incluidos en el número de los consultores.

4º Entréguese la ponencia (junto con los votos escritos de los consultores históricos y con las nuevas explicaciones del relator, si fueren necesarias) a los consultores teólogos, que darán su juicio sobre la causa; a ellos corresponde, junto con el promotor de la fe, estudiar la causa de modo que, antes de que llegue a la discusión en el Congreso especial, se examinen más profundamente las cuestiones teológicas discutidas, si las hubiere.

5º Los juicios definitivos de los consultores teólogos, junto con las conclusiones del promotor de la fe, se entregarán a los cardenales y obispos para que emitan su juicio.

14)
Sobre los milagros presentados, la Congregación procede así:

1º Los milagros atribuidos sobre los que el relator encargado elabora una ponencia, se examinan en una reunión de peritos (si se trata de curaciones, en el Consejo de médicos), cuyos juicios y conclusiones se exponen en una relación detallada.

2º Los milagros han de ser discutidos después en un Congreso especial de los teólogos, y por fin en la Congregación de los padres cardenales y obispos.

15)
Los juicios de los padres cardenales y obispos se comunican al Sumo Pontífice, a quien únicamente compete el derecho de decretar el culto público eclesiástico que se ha de tributar a los Siervos de Dios.

16)
En cada una de las causas de canonización, cuyo juicio esté ahora pendiente ante la Sagrada Congregación, ésta debe establecer mediante un decreto particular el modo de proceder ulteriormente, teniendo presente los criterios de esta nueva ley.

17)
Lo prescrito en esta nueva Constitución entra en vigor este mismo día.

Queremos que estos nuestros decretos y prescripciones sean en el presente y en el futuro firmes y eficaces, sin que obsten, en cuanto sea necesario las Constituciones y las Disposiciones Apostólicas emanadas por nuestros predecesores y otras prescripciones dignas también de especial mención y derogación.

Roma, dado junto a San Pedro, el 25 de enero de 1983, V año de nuestro pontificado.

IOANNES PAULUS PP. II

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Thursday, February 14, 2008

LA TAREA URGENTE DE LA EDUCACIÓN

Benedicto XVI
Carta del Papa sobre la
tarea urgente de la educación
a la diócesis de Roma

Queridos fieles de Roma:

He querido dirigirme a vosotros con esta carta para hablaros de un problema que vosotros mismos experimentáis y en el que están comprometidos los diferentes componentes de nuestra Iglesia: el problema de la educación. Todos nos preocupamos profundamente por el bien de las personas que amamos, en particular de nuestros niños, adolescentes y jóvenes. Sabemos, de hecho, que de ellos depende el futuro de nuestra ciudad. Debemos, por tanto, preocuparnos por la formación de las futuras generaciones, por su capacidad de orientarse en la vida y de discernir el bien del mal, por su salud no sólo física sino también moral.

Ahora bien, educar nunca ha sido fácil, y hoy parece ser cada vez más difícil. Lo saben bien los padres de familia, los maestros, los sacerdotes y todos los que tienen responsabilidades educativas directas. Se habla, por este motivo, de una gran «emergencia educativa», confirmada por los fracasos que encuentran con demasiada frecuencia nuestros esfuerzos por formar personas sólidas, capaces de colaborar con los demás, y de dar un sentido a la propia vida. Entonces se echa la culpa espontáneamente a las nuevas generaciones, como si los niños que hoy nacen fueran diferentes a los que nacían en el pasado. Se habla, además de una «fractura entre las generaciones», que ciertamente existe y tiene su peso, pero es más bien el efecto y no la causa de la falta de transmisión de certezas y de valores.

Por tanto, ¿tenemos que echar la culpa a los adultos de hoy que ya no son capaces de educar? Ciertamente es fuerte la tentación de renunciar, tanto entre los padres como entre los maestros, y en general entre los educadores, e incluso se da el riesgo de no comprender ni siquiera cuál es su papel o incluso la misión que se les ha confiado. En realidad, no sólo están en causa las responsabilidades personales de los adultos y de los jóvenes, que ciertamente existen y no deben esconderse, sino también un ambiente difundido, una mentalidad y una forma de cultura que llevan a dudar del valor de la persona humana, del significado mismo de la verdad y del bien, en última instancia, de la bondad de la vida. Se hace difícil, entonces, transmitir de una generación a otra algo válido y cierto, reglas de comportamiento, objetivos creíbles sobre los que se puede construir la propia vida.

Queridos hermanos y hermanas de Roma: ante esta situación quisiera deciros algo muy sencillo: ¡No tengáis miedo! Todas estas dificultades, de hecho, no son insuperables. Son más bien, por así decir, la otra cara de la moneda de ese don grande y precioso que es nuestra libertad, con la responsabilidad que justamente implica. A diferencia de lo que sucede en el campo técnico o económico, en donde los progresos de hoy pueden sumarse a los del pasado, en el ámbito de la formación y del crecimiento moral de las personas no se da una posibilidad semejante de acumulación, pues la libertad del hombre siempre es nueva y, por tanto, cada persona y cada generación tiene que tomar de nuevo y personalmente sus decisiones. Incluso los valores más grandes del pasado no pueden ser simplemente heredados, tienen que ser asumidos y renovados a través de una opción personal, que con frecuencia cuesta.

Ahora bien, cuando se tambalean los cimientos y faltan las certezas esenciales, la necesidad de esos valores se siente de manera urgente: en concreto, aumenta hoy la exigencia de una educación que sea realmente tal. La piden los padres, preocupados y con frecuencia angustiados por el futuro de sus hijos; la piden tantos maestros, que viven la triste experiencia de la degradación de sus escuelas; la pide la sociedad en su conjunto, que ve cómo se ponen en duda las mismas bases de la convivencia; la piden en su intimidad los mismos muchachos y jóvenes, que no quieren quedar abandonados ante los desafíos de la vida. Quien cree en Jesucristo tiene, además, un ulterior y más intenso motivo para no tener miedo: sabe que Dios no nos abandona, que su amor nos alcanza allí donde estamos y como estamos, con nuestras miserias y debilidades, para ofrecernos una nueva posibilidad de bien.

Queridos hermanos y hermanas: para hacer más concretas mis reflexiones puede ser útil encontrar algunos requisitos comunes para una auténtica educación. Ante todo, necesita esa cercanía y esa confianza que nacen del amor: pienso en esa primera y fundamental experiencia del amor que hacen los niños, o que al menos deberían hacer, con sus padres. Pero todo auténtico educador sabe que para educar tiene que dar algo de sí mismo y que sólo así puede ayudar a sus alumnos a superar los egoísmos para poder, a su vez, ser capaces del auténtico amor.

En un niño pequeño ya se da, además, un gran deseo de saber y comprender, que se manifiesta en sus continuas preguntas y peticiones de explicaciones. Ahora bien, sería una educación sumamente pobre la que se limitara a dar nociones e informaciones, dejando a un lado la gran pregunta sobre la verdad, sobre todo sobre esa verdad que puede ser la guía de la vida.

El sufrimiento de la verdad también forma parte de nuestra vida. Por este motivo, al tratar de proteger a los jóvenes de toda dificultad y experiencia de dolor, corremos el riesgo de criar, a pesar de nuestras buenas intenciones, personas frágiles y poco generosas: la capacidad de amar corresponde, de hecho, a la capacidad de sufrir, y de sufrir juntos.

De este modo, queridos amigos de Roma, llegamos al punto que quizá es el más delicado en la obra educativa: encontrar el equilibrio adecuado entre libertad y disciplina. Sin reglas de comportamiento y de vida, aplicadas día tras día en pequeñas cosas, no se forma el carácter y no se prepara para afrontar las pruebas que no faltarán en el futuro. La relación educativa es ante todo el encuentro entre dos libertades y la educación lograda es una formación al uso correcto de la libertad. A medida en que va creciendo el niño, se convierte en un adolescente y después un joven; tenemos que aceptar por tanto el riesgo de la libertad, permaneciendo siempre atentos a ayudar a los jóvenes a corregir ideas o decisiones equivocadas. Lo que nunca tenemos que hacer es apoyarle en los errores, fingir que no los vemos, o peor aún compartirlos, como si fueran las nuevas fronteras del progreso humano.

La educación no puede prescindir del prestigio que hace creíble el ejercicio de la autoridad. Ésta es fruto de experiencia y competencia, pero se logra sobre todo con la coherencia de la propia vida y con la involucración personal, expresión del amor auténtico.

El educador es, por tanto, un testigo de la verdad y del bien: ciertamente él también es frágil, y puede tener fallos, pero tratará de ponerse siempre nuevamente en sintonía con su misión.

Queridos fieles de Roma, de estas simples consideraciones se ve cómo en la educación es decisivo el sentido de responsabilidad: responsabilidad del educador, ciertamente, pero también, en la medida en que va creciendo con la edad, responsabilidad del hijo, del alumno, del joven que entra en el mundo del trabajo. Es responsable quien sabe dar respuestas a sí mismo y a los demás. Quien cree busca, además y ante todo responder a Dios, que le ha amado antes.

La responsabilidad es, en primer lugar, personal; pero también hay una responsabilidad que compartimos juntos, como ciudadanos de una misma ciudad y de una misma nación, como miembros de la familia humana y, si somos creyentes, como hijos de un único Dios y miembros de la Iglesia. De hecho, las ideas, los estilos de vida, las leyes, orientaciones globales de la sociedad en que vivimos y la imagen que ofrece de sí misma a través de los medios de comunicación, ejercen una gran influencia en la formación de las nuevas generaciones, para el bien y con frecuencia también para el mal. Ahora bien, la sociedad no es algo abstracto; al final somos nosotros mismos, todos juntos, con las orientaciones, las reglas y los representantes que escogemos, si bien los papeles y la responsabilidad de cada uno son diferentes. Es necesaria, por tanto, la contribución de cada uno de nosotros, de cada persona, familia o grupo social para que la sociedad, comenzando por nuestra ciudad de Roma se convierta en un ambiente más favorable a la educación.

Por último quisiera proponeros un pensamiento que he desarrollado en la reciente Carta encíclica «Spe salvi», sobre la esperanza cristiana: sólo una esperanza fiable puede ser alma de la educación, como de toda la vida. Hoy nuestra esperanza es acechada por muchas partes y también nosotros corremos el riesgo, como los antiguos paganos, hombres «sin esperanza y sin Dios en este mundo»¸ como escribía el apóstol Pablo a los cristianos de Éfeso (Efesios 2, 12). De aquí nace precisamente la dificultad quizá aún más profunda para realizar una auténtica obra educativa: en la raíz de la crisis de la educación se da, de hecho, una crisis de confianza en la vida.

Por tanto, no puedo terminar esta carta sin una calurosa invitación a poner en Dios nuestra esperanza. Sólo Él es la esperanza que resiste a todas las decepciones; sólo su amor no puede ser destruido por la muerte; sólo la justicia y la misericordia pueden sanar las injusticias y recompensar los sufrimientos padecidos. La esperanza que se dirige a Dios no es nunca esperanza sólo para mí, al mismo tiempo es siempre esperanza para los demás: no nos aísla, sino que nos hace solidarios en el bien, nos estimula a educarnos recíprocamente en la verdad y el amor.

Os saludo con afecto y os garantizo un especial recuerdo en la oración, mientras os envío a todos mi bendición.

Vaticano, 21 de enero de 2008
BENEDICTUS PP. XVI

Agradeciendo a la Secretaría Provincial de Valencia el envío de este mensaje.

MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

PARA LA CUARESMA 2008
Vaticano, 30 de octubre de 2007


“Nuestro Señor Jesucristo, siendo rico, por vosotros se hizo pobre” (2Cor 8,9)

¡Queridos hermanos y hermanas!

1. Cada año, la Cuaresma nos ofrece una ocasión providencial para profundizar en el sentido y el valor de ser cristianos, y nos estimula a descubrir de nuevo la misericordia de Dios para que también nosotros lleguemos a ser más misericordiosos con nuestros hermanos. En el tiempo cuaresmal la Iglesia se preocupa de proponer algunos compromisos específicos que acompañen concretamente a los fieles en este proceso de renovación interior: son la oración, el ayuno y la limosna. Este año, en mi acostumbrado Mensaje cuaresmal, deseo detenerme a reflexionar sobre la práctica de la limosna, que representa una manera concreta de ayudar a los necesitados y, al mismo tiempo, un ejercicio ascético para liberarse del apego a los bienes terrenales.

¡Cuán fuerte es la seducción de las riquezas materiales y cuán tajante tiene que ser nuestra decisión de no idolatrarlas! lo afirma Jesús de manera perentoria: “No podéis servir a Dios y al dinero” (Lc 16,13). La limosna nos ayuda a vencer esta constante tentación, educándonos a socorrer al prójimo en sus necesidades y a compartir con los demás lo que poseemos por bondad divina. Las colectas especiales en favor de los pobres, que en Cuaresma se realizan en muchas partes del mundo, tienen esta finalidad. De este modo, a la purificación interior se añade un gesto de comunión eclesial, al igual que sucedía en la Iglesia primitiva. San Pablo habla de ello en sus cartas acerca de la colecta en favor de la comunidad de Jerusalén (cf. 2Cor 8,9; Rm 15,25-27 ).

2. Según las enseñanzas evangélicas, no somos propietarios de los bienes que poseemos, sino administradores: por tanto, no debemos considerarlos una propiedad exclusiva, sino medios a través de los cuales el Señor nos llama, a cada uno de nosotros, a ser un instrumento de su providencia hacia el prójimo. Como recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, los bienes materiales tienen un valor social, según el principio de su destino universal (cf. nº 2404).

En el Evangelio es clara la amonestación de Jesús hacia los que poseen las riquezas terrenas y las utilizan solo para sí mismos. Frente a la muchedumbre que, carente de todo, sufre el hambre, adquieren el tono de un fuerte reproche las palabras de San Juan: “Si alguno que posee bienes del mundo, ve a su hermano que está necesitado y le cierra sus entrañas, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?” (1Jn 3,17). La llamada a compartir los bienes resuena con mayor elocuencia en los países en los que la mayoría de la población es cristiana, puesto que su responsabilidad frente a la multitud que sufre en la indigencia y en el abandono es aún más grave. Socorrer a los necesitados es un deber de justicia aun antes que un acto de caridad.

3. El Evangelio indica una característica típica de la limosna cristiana: tiene que hacerse en secreto. “Que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha”, dice Jesús, “así tu limosna quedará en secreto” (Mt 6,3-4). Y poco antes había afirmado que no hay que alardear de las propias buenas acciones, para no correr el riesgo de quedarse sin la recompensa en los cielos (cf. Mt 6,1-2). La preocupación del discípulo es que todo sea para mayor gloria de Dios. Jesús nos enseña: “Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestra buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5,16). Por tanto, hay que hacerlo todo para la gloria de Dios y no para la nuestra.

Queridos hermanos y hermanas, que esta conciencia acompañe cada gesto de ayuda al prójimo, evitando que se transforme en una manera de llamar la atención. Si al cumplir una buena acción no tenemos como finalidad la gloria de Dios y el verdadero bien de nuestros hermanos, sino que más bien aspiramos a satisfacer un interés personal o simplemente a obtener la aprobación de los demás, nos situamos fuera de la perspectiva evangélica. En la sociedad moderna de la imagen hay que estar muy atentos, ya que esta tentación se plantea continuamente. La limosna evangélica no es simple filantropía: es más bien una expresión concreta de la caridad, la virtud teologal que exige la conversión interior al amor de Dios y de los hermanos, a imitación de Jesucristo, que muriendo en la cruz se entregó a sí mismo por nosotros.

¿Cómo no dar gracias a Dios por tantas personas que en el silencio, lejos de los reflectores de la sociedad mediática, llevan a cabo con este espíritu acciones generosas de ayuda al prójimo necesitado? Sirve de bien poco dar los propios bienes a los demás si el corazón se hincha de vanagloria por ello. Por este motivo, quien sabe que “Dios ve en lo secreto” y en lo secreto recompensará, no busca un reconocimiento humano por las obras de misericordia que realiza.

4. La Escritura, al invitarnos a considerar la limosna con una mirada más profunda, que trascienda la dimensión puramente material, nos enseña que hay mayor felicidad en dar que en recibir (Hch 20,35). Cuando actuamos con amor expresamos la verdad de nuestro ser: en efecto, no hemos sido creados para nosotros mismos, sino para Dios y para los hermanos (cf. 2Cor 5,15). Cada vez que por amor de Dios compartimos nuestros bienes con el prójimo necesitado experimentamos que la plenitud de vida viene del amor y lo recuperamos todo como bendición en forma de paz, de satisfacción interior y de alegría. El Padre celestial recompensa nuestras limosnas con su alegría.

Más aún: san Pedro cita entre los frutos espirituales de la limosna el perdón de los pecados. “La caridad –escribe– cubre multitud de pecados” (1P 4,8). Como repite a menudo la liturgia cuaresmal, Dios nos ofrece a los pecadores la posibilidad de ser perdonados. El hecho de compartir con los pobres lo que poseemos nos dispone a recibir ese don. En este momento pienso en los que sienten el peso del mal que han hecho y, precisamente por eso, se sienten lejos de Dios, temerosos y casi incapaces de recurrir a él. La limosna, acercándonos a los demás, nos acerca a Dios y puede convertirse en un instrumento de auténtica conversión y reconciliación con él y con los hermanos.

5. La limosna educa a la generosidad del amor. San José Benito Cottolengo solía recomendar: “Nunca contéis las monedas que dais, porque yo digo siempre: si cuando damos limosna la mano izquierda no tiene que saber lo que hace la derecha, tampoco la derecha tiene que saberlo” (Detti e pensieri, Edilibri, n. 201). Al respecto es significativo el episodio evangélico de la viuda que, en su miseria, echa en el tesoro del templo “todo lo que tenía para vivir” (Mc 12,44). Su pequeña e insignificante moneda se convierte en un símbolo elocuente: esta viuda no da a Dios lo que le sobra, no da lo que posee, sino lo que es: toda su persona.

Este episodio conmovedor se encuentra dentro de la descripción de los días que precedente inmediatamente a la pasión y muerte de Jesús, el cual, como señala San Pablo, se hizo pobre a fin de enriquecernos con su pobreza (cf. 2Cor 8,9); se ha entregado a sí mismo por nosotros. La Cuaresma nos impulsa a seguir su ejemplo, también a través de la práctica de la limosna. Siguiendo sus enseñanzas podemos aprender a hacer de nuestra vida un don total; imitándolo estaremos dispuestos a dar, no tanto algo de lo que poseemos, sino a darnos a nosotros mismos.

¿Acaso no se resume todo el Evangelio en el único mandamiento de la caridad? Por tanto, la práctica cuaresmal de la limosna se convierte en un medio para profundizar nuestra vocación cristiana. El cristiano, cuando gratuitamente se ofrece a sí mismo, da testimonio de que no es la riqueza material la que dicta las leyes de la existencia, sino el amor. Por tanto, lo que da valor a la limosna es el amor, que inspira formas distintas de don, según las posibilidades y las condiciones de cada uno.

6. Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma nos invita a “entrenarnos” espiritualmente, también mediante la práctica de la limosna, para crecer en la caridad y reconocer en los pobres a Cristo mismo. Los Hechos de los Apóstoles cuentan que el apóstol san Pedro dijo al tullido que le pidió una limosna en la entrada del templo: “No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te lo doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, echa a andar” (Hch 3,6).**Con la limosna regalamos algo material, signo del don más grande que podemos ofrecer a los demás con el anuncio y el testimonio de Cristo, en cuyo nombre está la vida verdadera. Por tanto, este tiempo ha de caracterizarse por un esfuerzo personal y comunitario de adhesión a Cristo para ser testigos de su amor.

Que María, Madre y Esclava fiel del Señor, ayude a los creyentes a proseguir la “batalla espiritual” de la Cuaresma armados con la oración, el ayuno y la práctica de la limosna, para llegar a las celebraciones de las fiestas de Pascua renovados en el espíritu. Con este deseo, os imparto a todos una especial bendición apostólica.

Vaticano, 30 de octubre de 2007
BENEDICTUS PP. XVI

© Copyright 2007 - Libreria Editrice Vaticana

http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/messages/lent/documents/hf_ben-xvi_mes_20071030_lent-2008_sp.html.