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Saturday, May 26, 2007

Mensaje a los indigenas y afroamericanos - JPabloII - 1992

DOCUMENTO DE LA IV ASAMBLEA DEL CELAM

Documento de Santo Domingo

Anexo 1

MENSAJE A LOS INDIGENAS

S.S. Juan Pablo II
Dado en Santo Domingo,
el día 12 de octubre de 1992,
V Centenario de la Evangelización de América.

Amadísimos hermanos y hermanas indígenas del Continente americano:
  1. 1. En el marco de la conmemoración del V Centenario del inicio de la evangelización del Nuevo Mundo, lugar preferente en el corazón y el afecto del Papa ocupan los descendientes de los hombres y mujeres que poblaban este continente cuando la cruz de Cristo fue plantada aquel 12 de octubre de 1492.

    Desde la República Dominicana, donde he tenido el gozo de encontrarme con algunos de vuestros representantes, dirijo mi mensaje de paz y amor a todas las personas y grupos étnicos indígenas, desde la península de Alaska hasta la Tierra del Fuego. Sóis continuadores de los pueblos tupiguaraní, aymara, mayam quechua, chibcha, nahuatl, mixeco, araucano, yanomani, guajiro, inuit, apaches y tantísimos otros que se distinguen por su nobleza de espíritu, que se han destacado en sus valores autóctonos culturales, como las civilizaciones azteca, inca, amaya, y que pueden gloriarse de poseer una visión de la vida que reconoce la sacralidad del mundo y del ser humano. La sencillez, la humildad, el amor a la libertad, la hospitalidad, la solidaridad, el apego a la familia, la cercanía a la tierra y el sentido de la contemplación son otros tantos valores que la memoria indígena de América ha conservado hasta nuestros días y constituyen una portaclón que se palpa en el alma latinoámericana.

  2. 2. Hace ahora 500 años el Evangelio de Jesucristo llegó a vuestros pueblos. Pero ya antes, y sin que acaso lo sospecharan, el Dios vivo y verdadero estaba presente Iluminando sus caminos. El apóstol San Juan nos dice que el Verbo, el Hijo de Dios, «es la luz verdadera que ilumina a todo hombre que llega a este mundo» (Jn 1, 9) En efecto, las «semillas del Verbo» estaban ya presentes y alumbraban el corazón de vuestros antepasados para que fueran descubriendo las huellas del Dios Creador de todas sus criaturas: el sol, la luna, la madre tierra, los volcanes y las selvas, las lagunas y los ríos.

    Pero a la luz de la Buena Nueva, ellos descubrieron que todas aquellas maravillas de la creación no eran sino un pálido reflejo de su Autor y que la persona humana, por ser imagen y semejanza del Creador, es muy superior al mundo material y está llamada a un destino trascendente y eterno. Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre, con su muerte y resurrección nos ha liberado del pecado, haciéndonos hijos adoptivos de Dios y abriéndonos el camino hacia la vida que no tiene fin. El mensaje de Jesucristo les hizo ver que todos los hombres son hermanos porque tienen un Padre común: Dios. Y todos están llamados a formar parte de la única Iglesia que el Señor ha fundado con su sangre (Cfr. Act 20, 28).

    A la luz de la revelación cristiana las virtudes ancestrales de vuestros antepasados como la hospitalidad, la solidaridad, el espíritu generoso, hallaron su plenitud en el gran mandamiento del amor, que ha de ser la suprema ley del cristiano. La persuasión de que el mal se identifica con la muerte y el bien con la vida abrió el corazón a Jesús que es «el camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14, 6).

    Todo esto que los Padres de la Iglesia llaman las «semillas del Verbo«, fue purificado, profundizado y completado con el mensaje cristiano, que proclama la fraternidad universal y defiende la justicia. Jesús llamó bienaventurados a los que tienen sed de justicia (Cfr. Mt 5,6). ¿Qué otro motivo sino la predicación de los ideales evangélicos movió a tantos misioneros a denunciar los atropellos cometidos contra los indios en la época de la conquista? Ahí están para demostrarlo la acción apostólica y los escritos de Bartolomé de Las Casas, Fray Antonio de Montesinos, Vasco de Quiroga, Juan del valle, Julián Garcés, José de Anchieta, Manuel de Nóbrega y de tantos otros hombres y mujeres que dedicaron generosamente su vida a los nativos, y a los que el documento de Puebla llama «Intrépidos luchadores por la justicia, evangelizadores de la Paz» (n. 8).

  3. 3. En esta conmemoración del V Centenario, deseo repetir cuanto os dije durante mi primer viaje pastoral a América Latina: «El Papa y la Iglesia están con vosotros y os aman: aman vuestras personas, vuestra cultura, vuestras tradiciones; admiran vuestro maravilloso pasado, os alientan en el presente y esperan tanto en el porvenir» (Discurso en Cuilapan, 29.I.1979, n. 5). Por eso, quiero también hacerme eco y portavoz de vuestros más profundos anhelos.

    Sé que queréis ser respetados como personas y como ciudadanos. Por su parte, la Iglesia hace suya esta legítima aspiración, ya que vuestra dignidad no es menor que la de cualquier otra persona o raza. Todo hombre o mujer ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (Cfr. Gn 1, 26, 27). Y Jesús, que mostró siempre su predilección por los pobres y abandonados, nos dice que todo lo que hagamos o dejemos de hacer «a uno de estos mis hermanos menores», a él se lo hicimos (Cfr. Mt 25, 40). Nadie que se precie del nombre de cristiano puede despreciar o discriminar por motivos de raza o cultura. El apóstol Pablo nos amonesta al respecto: «Porque en un mismo espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres» (1 Cor 12, 15).

    La fe, queridos hermanos y hermanas, supera las diferencias entre los hombres. La fe y el bautismo dan vida a un nuevo pueblo: el pueblo de los hijos de Dios. Sin embargo, aún superando las diferencias, la fe no las destruye sino que las respeta. La unidad de todos nosotros en Cristo no significa, desde el punto de vista humano, uniformidad. Por el contrario, las comunidades eclesiales se sienten enriquecidas al acoger la múltiple diversidad y variedad de todos sus miembros.

  4. 4. Por eso, la Iglesia alienta a los indígenas a que conserven y promuevan con legítimo orgullo la cultura de sus pueblos: las sanas tradiciones y costumbres, el idioma y los valores propios. Al defender vuestra identidad, no sólo ejercéis un derecho, sino que cumplís también el deber de transmitir vuestra cultura a las generaciones venideras, enriqueciendo de este modo a toda la sociedad. Esta dimensión cultural, con miras a la evangelización, será una de las prioridades de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, que se desarrolla en Santo Domingo y que he tenido el gozo de inaugurar como acto preeminente de mi viaje con ocasión del V Centenario.

    La tutela y respeto de las culturas, valorando todo lo que de positivo hay en ellas, no significa, sin embargo, que la Iglesia renuncia a su misión de elevar las costumbres, rechazando todo aquello que se opone o contradice la moral evangélica «La Iglesia —afirma el documento de Puebla— tiene la misión de dar testimonio del «verdadero Dios y único Señor». Por lo cual, no puede verse como un atropello la evangelización que invita a abandonar las falsas concepciones de Dios, conductas antinaturales y aberrantes manipulaciones del hombre por el hombre» (nn. 405-406).

    Elemento central en las culturas indígenas es el apego y cercanía a la madre tierra. Amáis la tierra y queréis permanecer en contacto con la naturaleza. Uno mi voz a la de cuantos demandan la puesta en acto de estrategias y medios eficaces para proteger y conservar la naturaleza creada por Dios. El respeto debido al medio ambiente ha de ser siempre tutelado por encima de intereses exclusivamente económicos o de la abusiva explotación de recursos en tierras y mares.

  5. 5. Entre los problemas que aquejan a muchas de las comunidades indígenas están relacionados con la tenencia de la tierra. Me consta que los Pastores de la Iglesia, desde las exigencias del Evangelio y consonancia con el magisterio social, no han dejado de apoyar vuestros legítimos derechos favoreciendo adecuadas reformas agrarias y exhortando a la solidaridad como camino que conduce a la justicia. También conozco las dificultades con que tenéis que enfrentaros en temas como la seguridad social, el derecho de asociación, la capacitación agrícola, la participación en la vida nacional, la formación integral de vuestros hijos, la educación, la salud, la vivienda y tantas otras cuestiones que os preocupan. A este propósito, vienen a mi mente las palabras que, hace algunos años, dirigí a los indígenas en el inolvidable encuentro de Quetzaltenango: «La Iglesia conoce, queridos hijos, la marginación que sufrís; las injusticias que soportáis; las serias dificultades que tenéis para defender vuestras tierras y vuestros derechos; la frecuente falta de respeto hacia vuestras costumbres y tradiciones. Por ello, al cumplir su tarea evangelizadora, ella quiere estar cerca de vosotros y elevar su voz de condena cuando se viole vuestra dignidad de seres humanos e hijos de Dios; quiere acompañaros pacíficamente como lo exige el Evangelio, pero con decisión y energía, en el logro del reconocimiento y promoción de vuestra dignidad y de vuestros derechos como personas» (Discurso en Quetzaltenango, 7.III.1983, n. 4).

    Dentro de la misión religiosa que le es propia, la Iglesia no ahorrará esfuerzos en continuar fomentando todas aquellas iniciativas encaminadas a promover el bien común y el desarrollo integral de vuestras comunidades. Muestra de esta decidida voluntad de colaboración y asistencia es la reciente erección por parte de la Santa Sede de la Fundación «Populorum Progressio», que dispone de un fondo de ayuda para los grupos indígenas y poblaciones campesinas menos favorecidas de América Latina.

    Os aliento, pues, a un renovado empeño a ser también protagonistas de vuestra propia elevación espiritual y humana mediante el trabajo digno y constante, la fidelidad a vuestras mejores tradiciones, la práctica de las virtudes. Para ello contáis con los genuinos valores de vuestra cultura, acrisolada a lo largo de las generaciones que os han precedido en esta bendita tierra. Pero, sobre todo, contáis con la mayor riqueza que, por la gracia de Dios, habéis recibido: vuestra fe católica. Siguiendo las enseñanzas del Evangelio, lograréis que vuestros pueblos, fieles a sus legítimas tradiciones, progresen tanto en lo material como en lo espiritual. Iluminados por la fe en Jesucristo, veréis en los demás hombres, por encima de cualquier diferencia de raza o cultura, a hermanos vuestros. La fe agrandará vuestro corazón para que quepan en él todos vuestros conciudadanos. Y esa misma fe llevará a los demás a amaros, a respetar vuestra idiosincrasia y a unirse con vosotros en la construcción de un futuro en que todos sean parte activa y responsable, como corresponde a la dignidad cristiana.

  6. 6. Acerca del puesto que os corresponde en la Iglesia exhorto a todos a fomentar aquellas iniciativas pastorales que favorezcan una mayor integración y participación de las comunidades indígenas en la vida eclesial. Para ello, habrá que hacer un renovado esfuerzo en lo que se refiere a la inculturación del Evangelio, pues «una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, ni totalmente pensada, ni fielmente vivida» (Discurso al mundo de la cultura, Lima 15.V.1988). Se trata, en definitiva, de conseguir que los católicos indígenas se conviertan en los protagonistas de su propia promoción y evangelización. Y ello, en todos los terrenos, incluidos los diversos ministerios. ¡Qué inmenso gozo el día en que vuestras comunidades puedan estar servidas por misioneros y misioneras, para sacerdotes y obispos que hayan salido de vuestras propias familias y os guíen en la adoración a Dios «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23)!.

    El mensaje que hoy os entrego en tierras americanas, conmemorando cinco siglos de presencia del Evangelio entre vosotros, quiere ser una llamada a la esperanza y al perdón. En la oración que Jesucristo nos enseñó decimos: «Padre nuestro..., perdónanos nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Jesús «tiene palabras de vida eterna» (Jn 6, 68); él sabe lo que hay «en el corazón del hombre»(cf. Jn 2,25). En nombre de Jesucristo, como Pastor de la Iglesia, os pido que «perdonéis a quienes os han ofendido»; que perdonéis a todos aquellos que durante estos quinientos años han sido causa de dolor y sufrimiento para vuestros antepasados y para vosotros. Cuando perdonamos, ponemos en las manos de Dios las «ofensas» que el hombre ha hecho, sabiendo que el Señor es la Justicia más santa y la más justa Misericordia. Él es el único Dueño de la historia, Creador del mundo y Redentor del hombre. Al perdonar, nosotros mismos nos renovamos en el espíritu y nuestra voluntad se fortalece. El mundo tiene siempre necesidad del perdón y de la reconciliación entre las personas y entre los pueblos. Solamente sobre estos fundamentos se podrá construir una sociedad más justa y fraterna. Por ello, en este solemne Centenario, y en nombre del Señor Jesús, os dirijo mi apremiante llamado a perdonar «a los que os han ofendido» —como decimos en el padre nuestro— todas las ofensas e injusticias que os han sido infligidas, muchas de las cuales solamente Dios conoce. La Iglesia, que durante estos quinientos años os ha acompañado en vuestro caminar, hará cuanto esté en su mano para que los descendientes de los antiguos pobladores de América ocupen en la sociedad y en las comunidades eclesiales el puesto que les corresponde. Soy consciente de los graves problemas y dificultades con que habéis de enfrentaros. Pero estad seguros de que nunca os va a faltar el auxilio de Dios y la protección de su Santísima Madre, como un día, en la colina de Tepeyac le fue prometido al indio Juan Diego, un insigne hijo de vuestra misma sangre a quien tuve el gozo de exaltar al honor de los altares: «Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige; no se turbe tu corazón; no temas esa enfermedad ni otra enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo?» (Nican Mopohua).


Que Nuestra Señora de Guadalupe os proteja a todos, mientras os bendigo de corazón en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Dado en Santo Domingo, el día 12 de octubre de 1992, V Centenario de la Evangelización de América.


MENSAJE A LOS AFROAMERICANOS

S.S. Juan Pablo II
Dado en Santo Domingo,
el día 12 de octubre de 1992,
V Centenario de la Evangelización de América.

Amadísimos hermanos y hermanas Afroamericanos:
  1. 1. El V Centenario de la Evangelización del Nuevo Mundo es ocasión propicia para dirigiros, desde la ciudad de Santo Domingo, mi mensaje de aliento que acreciente vuestra esperanza y sostenga vuestro empeño cristiano en dar renovada vitalidad a vuestras comunidades, a las que, como Sucesor de Pedro, envío un saludo entrañable y afectuoso con las palabras del apóstol san Pablo: «Que la gracia y la paz sea con vosotros de parte de Dios Padre y de nuestro Señor Jesucristo» (Ga, 3).

    La evangelización de América es motivo de profunda acción de gracias a Dios que, en su infinita misericordia, quiso que el mensaje de salvación llegara a los habitantes de estas benditas tierras, fecundadas por la cruz de Cristo, que ha marcado la vida y la historia de sus gentes, y que tan abundantes frutos de santidad y virtudes ha dado a lo largo de estos cinco siglos.

    La fecha del 12 de octubre de 1492 señala el inicio del encuentro de razas y culturas que configurarían la historia de estos quinientos años, en los que la penetrante mirada cristiana nos permite descubrir la intervención amorosa de Dios, a pesar de las limitaciones e infidelidades de los hombres. En efecto, en el cauce de la historia se da una confluencia misteriosa de pecado y de gracia, pero, a lo largo de la misma, la gracia triunfa sobre el poder del pecado. Como nos dice San Pablo: «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5, 20).

  2. 2. En las celebraciones de este V Centenario no podía faltar mi mensaje de cercanía y vivo afecto a las poblaciones afroamericanas, que representan una parte relevante en el conjunto del continente y que con sus valores humanos y cristianos, y también con su cultura, enriquecen a la Iglesia y a la sociedad en tantos países. A este propósito vienen a mi mente aquellas palabras de Simón Bolívar afirmando que «América es el resultado de la unión de Europa y África con elementos aborígenes. Por eso, en ella no caben los prejuicios de raza y, si cupiesen, América volvería al caos primitivo».

    De todos es conocida la gravísima injusticia cometida contra aquellas poblaciones negras del continente africano, que fueron arrancadas con violencia de sus tierras, de sus culturas y de sus tradiciones, y traídos como esclavos a América. En mi reciente viaje apostólico a Senegal no quise dejar de visitar la isla de Gorea, donde se desarrolló parte de aquel ignominioso comercio, y quise dejar constancia del firme repudio de la Iglesia con las palabras que ahora deseo recordar nuevamente: «La visita a la Casa de los Esclavos nos trae a la memoria esa trata de negros que Pío II, en una carta dirigida a un misionero que partía hacia Guinea califica de «crimen enorme». Durante todo un periodo de la historia del continente africano, hombres, mujeres y niños fueron traídos aquí, arrancados de su tierra y separados de sus familias para ser vendidos como mercancía. Estos hombres y mujeres han sido víctimas de un vergonzoso comercio en el que han tomado parte personas bautizadas que no han vivido según su fe. ¿Cómo olvidar los enormes sufrimientos infligidos a la población deportada del continente africano, despreciando los derechos humanos más elementales? ¿Cómo olvidar las vidas humanas aniquiladas por la esclavitud? Hay que confesar con toda verdad y humildad este pecado del hombre contra el hombre» (Discurso en la Isla de Gorea, 21.II.1992).

  3. 3. Mirando la realidad actual del Nuevo Mundo, vemos pujantes y vivas comunidades afroamericanas que, sin olvidar su pasado histórico, aportan la riqueza de su cultura a la variedad multiforme del continente. Con tenacidad no exenta de sacrificios contribuyen al bien común integrándose en el conjunto social pero manteniendo su identidad, usos y costumbres. Esta fidelidad a su propia ser y patrimonio espiritual es algo que la Iglesia no sólo respeta sino que alienta y quiere potenciar, pues siendo el hombre —todo hombre— creado a imagen y semejanza de Dios (Cfr. Gn 1, 26-27), toda realidad auténticamente humana es expresión de dicha imagen, que Cristo ha regenerado con su sacrificio redentor.

    Gracias a la redención de Cristo, amados hermanas y hermanos afroamericanos, todos los hombres hemos pasado de las tinieblas a la luz, de ser «no-mi-pueblo» a llamarnos «hijos-de-Dios-vivo» (Cfr. Os 2, 1). Como «elegidos de Dios» formamos un solo cuerpo que es la Iglesia (Cfr. Col 5, 12-15) en la cual, en palabras de san Pablo, «no hay griego y judío; circuncisión e incircuncisión; bárbaro, escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo en todos» (Col 5, 11). En efecto, la fe supera las diferencias entre los hombres y da vida a un pueblo nuevo que es el pueblo de los hijos de Dios. Sin embargo, aún superando las diferencias en la común condición de cristianos, la fe no las destruye sino que las respeta y dignifica.

    Por eso, en esta conmemoración del V Centenario, os aliento a defender vuestra identidad, a ser conscientes de vuestros valores y hacerlos fructificar. Pero, como Pastor de la Iglesia, os exhorto sobre todo a ser conscientes del gran tesoro que, por la gracia de Dios, habéis recibido: vuestra fe católica. A la luz de Cristo, lograréis que vuestras comunidades crezcan y progresen tanto en lo espiritual como en lo material, difundiendo así los dones que Dios os ha otorgado. Iluminados por la fe cristiana, veréis a los demás hombres, por encima de cualquier diferencia de raza o cultura, como a hermanos vuestros, hijos del mismo Padre.

  4. 4. La solicitud de la Iglesia por vosotros y vuestras comunidades con miras a la nueva evangelización, promoción humana y cultura cristiana, será puesta de manifiesto en la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano que ayer tuve la dicha de inaugurar. Sin olvidar que muchos valores evangélicos han penetrado y enriquecido la cultura, la mentalidad y la vida de los afroamericanos, se desea potenciar la atención pastoral y favorecer los elementos específicos de las comunidades eclesiales con rostro propio.

    La obra evangelizadora no destruye, sino que se encarna en vuestros valores, los consolida y fortalece; hace crecer las semillas esparcidas por el «Verbo de Dios, que antes de hacerse carne para salvarlo todo y recapitularlo todo en Él, estaba en el mundo como luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Gaudium et Spes, 57). La Iglesia, fiel a la universalidad de su misión, anuncia a Jesucristo e invita a los hombres de todas las razas y condición a aceptar su mensaje. Como afirmaron los Obispos latinoamericanos en la Conferencia General de Puebla de los Angeles, «la Iglesia tiene la misión de dar testimonio del verdadero Dios y del único Señor. Por lo cual, no puede verse como un atropello la evangelización que invita a abandonar falsas concepciones de Dios, conductas antinaturales y aberrantes manipulaciones del hombre por el hombre» (n. 406). En efecto, con la evangelización, la Iglesia renueva las culturas, combate los errores, purifica y eleva la moral de los pueblos, fecunda las tradiciones las consolida y restaura en Cristo (Cfr. Gaudium et Spes, 58).

  5. 5. Sé que la vida de muchos afroamericanos en los diversos países no está exenta de dificultades y problemas. La Iglesia, bien consciente de ello, comparte vuestros sufrimientos y os acompaña y apoya en vuestras legítimas aspiraciones a una vida más justa y digna para todos. A este propósito, no puedo por menos de expresar viva gratitud y alentar la acción apostólica de tantos sacerdotes, religiosos y religiosas que ejercen su ministerio con los más pobres y necesitados. Pido a Dios que en vuestras comunidades cristianas surjan también numerosas vocaciones sacerdotales y religiosas, para que los afroamericanos del continente puedan contar con ministros que hayan salido de vuestras propias familias.


Mientras os encomiendo a la maternal protección de la Santísima Virgen, cuya devoción está tan arraigada en la vida y prácticas cristianas de los católicos afroamericanos, os bendigo en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Dado en Santo Domingo, el día 12 de octubre de 1992, V Centenario de la Evangelización de América.

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